Adusto como sí mismo, el viejo tiempo se alza con una feliz
camisa de esplendor.
Timorato y longevo se da prisa en eso de darse pausa, y
calla: como el acre cantar de los grillos del ¿cómo sé?
Le gusta la miseria efímera y quieta, como los manglares
helados de nuestra presencia y el fugaz
gemido de estos niños austeros, que dan nada por preservarlo todo. Le gusta el
andar de los labios serenos que muerden, no besan, el tridente.
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